jueves, 18 de octubre de 2012

Cuentos Mesopotámicos! - El Curupí y la mujer indiscreta

Un cazador, siguiendo ávidamente el rastro de un mborebí -el animal más corpulento de la selva, el que rinde más carne, al que los criollos llaman tapir, y los brasileños, anta-, se perdió en la selva. mientras caía la noche, pensaba temeroso: me atrapará el Curupí.
Pero el Curupí había comido bien ese día, y estaba de muy buen humor.
 -¿Qué haces por aquí solo, en plena selva, y a estas horas? -le preguntó, tomándolo por sorpresa.
 -  Me he perdido siguiendo el rastro de  un gran mborebí...-respondió el cazador.
 - ¿Pero no conoces el miedo...? ¿Acaso no sabes de los peligros que trae la noche? - el Curupí se le acercó, desafiante.
 - Sucede que soy pobre- murmuró el hombre-, y mi mujer y mis hijos tienen hambre. Aquel mborebí nos habría asegurado carne para varios días. El curupí miró con algo de pena al indefenso cazador.
 - Ya he comido -dijo como hablando consigo mismo-. ahora tengo ganas de fumar. ¿Me das un poco de tabaco?
El cazador se lo dió; y tras la primera bocanada, el Curupí le propuso:
 - Me traerás tabaco aquí, todas las noches. Y yo te daré un mborebí. Pero que nadie sepa nuestro trato; ni siquiera tu mujer. El que lo descubra, morirá; y tú te volverás loco.

Esa noche todos comieron en la choza del cazador. Y la otra, y la otra, y la otra también. Curiosa, la mujer preguntó, pero su marido no soltó palabra. A la tarde siguiente, ella lo siguió. ¡Y descubrió a su compañero, conversando con el Curupí, mientras le entregaba tabaco a cambio de un corpulento tapir! Pero ya el Curupí, que como las lechuzas ve en la noche más cerrada, había divisado a la mujer en la espesura. Casi distraidamente, como quien piensa en otra cosa, tomó su arco y colocó en el una de sus infalibles flechas.
 - ¿Sabes, ch'amigo? -le dijo al cazador-, alguien nos ha descubierto... ¿Recuerdas nuestro trato?
 - El que lo descubra, morirá -murmuró sorprendido el hombre, repitiendo las palabras del Curupí-; y ... Se hizo un silencio. Sin levantar la vista, suavemente, el enano tensó el arco y soltó la flecha, que se perdió en el rincón más oscuro de la selva.
Sólo se oyó apenas un quejido sordo; pero el cazador debió de reconocer la voz porque saltó hacia el lugar para encontrar, ya sin vida, a su mujer con la flecha clavada en el corazón. Y salió corriendo por la selva, dando gritos, loco de remate.

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